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sábado, 10 de marzo de 2012

Reproducción de la entrevista a Daniel Goleman publicada en Expansión el 14 de junio de 2011


Daniel Goleman (California, 1947) es un superventas de la literatura empresarial. Sus obras sobre inteligencia emocional desaparecen de las estanterías de las librerias tan rápido como se imprimen nuevas ediciones, hecho que le ha mantenido durante año y medio en la lista de bestsellers de The New York Times. Este éxito le ha valido dos nominaciones a los premios Pulitzer y un puesto entre los 10 intelectuales más destacados del mundo de los negocios según el AccentureInstituteforStrategicChange. Sin embargo, a Goleman le sienta bien la fama.

Entre sonrisas, y tomando un café con mucha leche, el reconocido escritor asegura que la inteligencia emocional está ganando espacio dentro de las estructuras empresariales. “Con este patrón, las organizaciones pueden calcular las posibilidades de éxito de un individuo con mayor precisión que si sólo evaluaran su coeficiente intelectual”, indica Goleman.

Para demostrarlo, el psicólogo estadounidense compara el desempeño profesional de dos compañeros de escuela. “El mejor de la clase, con un alto grado de coeficiente intelectual, ha resultado tener un éxito inferior a otro amigo que siempre fue un estudiante promedio. La diferencia entre ellos radica en que el segundo es capaz de controlar sus emociones e influir positivamente en los grupos de trabajo. Todos quieren trabajar con él”, comenta.

Virtudes

Esta capacidad para mediar en el estado de ánimo de un grupo es considerada una de las virtudes de la inteligencia emocional. “Cuando se es el líder de un equipo de trabajo, el impacto que se tiene sobre el estado emocional del conjunto es mayor. Todos están atentos al humor del jefe y se amoldan a él”, explica el escritor. “Las oscilaciones en los estados anímicos se ven reflejadas en los niveles de la producción. Se tiende a la baja cuando el grupo está deprimido y al alza, en el caso opuesto”, agrega.

Así como el ánimo del líder es evaluado por los empleados, también lo son sus acciones. Por eso, Goleman asegura que la tendencia que siguen algunas empresas en España de anunciar grandes despidos a través de los medios de comunicación, sin comunicárselo antes a su personal, es un grave error. “Cuando una organización se ve obligada a tomar estas medidas drásticas, es necesario que se pare a pensar cómo las realizará y el impacto que tendrán sobre el estado de ánimo de quienes permanecen en la compañía”, explica.

El estadounidense agrega que estas decisiones generan un gran temor e inestabilidad dentro de las empresas. “Las compañías necesitan mantener su ritmo productivo, incluso superarlo, por lo que es necesario un mensaje donde se explique que, desgraciadamente, tienen que dejar ir a una parte del personal para la supervivencia de la empresa. Pero, cuando la situación mejore, se abrirán las puertas para que vuelvan”, afirma Goleman. Este mensaje se debe realizar de forma sincera y no sólo en los medios de comunicación, sino simultáneamente con los empleados.

Ante el importante impacto que tiene la inteligencia emocional en los resultados de la empresa, Goleman considera que las universidades y escuelas de negocios deberían convertir estas enseñanzas en una nueva asignatura del plan de estudios. A su entender, las instituciones académicas centran sus esfuerzos en enseñanzas técnicas y dejan a un lado otros aprendizajes.

Los cambios en la educación superior pueden ser una estrategia para mejorar las habilidades de los directivos, pero Goleman entiende la dificultad de inculcar estos conocimientos a quienes han desempeñado durante muchos años el mismo cargo y nunca han tenido en cuenta la inteligencia emocional. Para Goleman la respuesta es sencilla: “Sólo cambiarán si realmente quieren hacerlo”.

A pesar de que la disposición es el primer paso, no es suficiente con esto. El psicólogo considera que se debe destinar mucho tiempo y esfuerzos en cambiar el hábito. “Al principio, el ejecutivo se sentirá forzado, como si estuviera realizando acciones contranaturales. Sin embargo, en un plazo de tres a seis meses, según el grado de esfuerzo, el directivo empezará a adoptarlo como una actitud natural”, precisa el autor.

Actitudes

Goleman también recomienda que estos directivos conversen sinceramente con sus equipos de trabajo y conozcan qué actitudes o acciones afectan al grupo. Con estas respuestas, el líder podría rectificar sus comportamientos, algunos de los cuales realiza inconscientemente. “Cuando el empresario hable con sus empleados sobre sus actitudes negativas, seguro que se llevará una buena sorpresa”, bromea el escritor.

Con buena disposición y conociendo qué debe mejorar, el directivo está listo para aprender la lección más importante: el autocontrol. “Un individuo no puede esperar controlar a un grupo cuando es incapaz de controlarse a sí mismo”, sentencia Goleman.

Con la adquisición de estos nuevos aprendizajes, el líder podrá moldear el ambiente laboral de su grupo y obtener mejores resultados a partir de cómo es percibido por sus empleados. Para el estadounidense, los ejecutivos que proporcionan una dirección y visión a largo plazo (denominados visionarios) y los que desarrollan a los empleados para el futuro (orientadores) son quienes tienen un mayor impacto positivo sobre el clima laboral. Sin embargo, aquellos que presionan para la realización de las tareas (líder que marca la pauta) y los que exigen obediencia (autoritario) son quienes más deprimen a los grupos.

Responsabilidad

La influencia de los líderes en sus grupos de trabajo se ve intensificada cuando la empresa está involucrada en una crisis. “En los momentos difíciles, los empleados empiezan a observar a sus superiores como si fueran sus padres. Los convierten en un modelo a seguir, estudian sus estados de ánimo y terminan por copiar la actitud, positiva o negativa”, apunta Goleman.

El autor cree que hablar con sinceridad ayuda al desempeño conjunto de la organización en momentos difíciles. “Hay ocasiones en los que es necesario hablar con el personal de la empresa y admitir que son tiempos complicados, por lo que se pedirá el mayor esfuerzo de todos los miembros”, puntualiza el psicólogo.

Sin embargo, Goleman aclara que los esfuerzos solicitados a los empleados no deberán ser absurdos. “El líder debe encargarse de mantener a su personal en un estado mental intermedio entre el aburrimiento y el estrés. Concentrarlo en un punto donde el individuo sienta presión, pero tenga la capacidad de adaptarse a las situaciones y cambiar con innovación su entorno”, puntualiza.

Para fortalecer la relación con los empleados, Goleman recomienda conversar directamente con el trabajador y no abusar de la tecnología. “El problema con la tecnología es que se pierde una parte potencial del mensaje por la falta de mensajes corporales”.

Para Goleman, el mensaje del cuerpo es de gran importancia y da muestra de ello al terminar la entrevista. Se levanta del sofá, ofrece un fuerte apretón de mano y la misma sonrisa amable. Regresa a la sala de reuniones y se le escucha pedir, en un español de principiantes, otra taza de café con tres cuartos de leche.

En clave personal

DÓNDE NACIÓ: En California (Estados Unidos), el 7 de marzo de 1947.

QUÉ ESTUDIÓ: Psicología clínica en la Universidad de Harvard (Estados Unidos).

SU TRAYECTORIA: Trabajó como redactor de la sección de ciencias de la conducta y del cerebro en The New York Times y fue profesor de psicología en Harvard. Además, fue cofundador de la CollaborativeforAcademic, Social and EmotionalLearning, en el centro de estudios infantiles de la Universidad de Yale.

LA EMPRESA: Es profesor en la Universidad de Rutgers, la institución de educación superior más importante de Nueva Jersey.

SU PUESTO ACTUAL: Co-presidente de El Consorcio para la Investigación sobre Inteligencia Emocional en las Organizaciones de la Universidad de Rutgers.

SUS MÁXIMAS: “El aprendizaje emocional dura toda la vida”.
LOS ‘HOBBIES’: Viajar con su esposa, principalmente al Mediterráneo.
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Sociabilidad, camino al éxito

El psicólogo Daniel Goleman, que modernizó los estudios de Peter Salovey, asegura que la sociabilidad es la única característica de la inteligencia emocional que no busca controlar las emociones del individuo, sino de un grupo al que pertenece. Con respecto a esto, Goleman afirma que cuanto más hábil se sea para interpretar las señales emocionales de los demás (muchas veces sutiles, casi imperceptibles), mejor será la capacidad de controlar aquellas que se transmiten.

En este sentido, la teoría de Goleman apunta a que un profesional puede tener grandes conocimientos sobre su materia y un alto coeficiente intelectual, pero, si no sabe relacionarse con los demás o tener amigos, sus posibilidades de éxito se verán muy disminuidas. La situación se repite cuando el profesional ocupa un cargo de liderazgo dentro del grupo. Para el psicólogo, la habilidad de sociabilidad ayuda a que el ánimo del grupo se mantenga alto y esto tenga un efecto positivo sobre la producción; por el contrario, una mala gestión de los sentimientos puede convertirse en apatía del equipo y en el empeoramiento de los resultados generales.
El concepto de este psicólogo es similar al de inteligencia social en la teoría de Weschler, en la medida en que apunta a una capacidad para entablar vínculos con los demás que de una u otra manera puedan beneficiar a la persona.
Ponga otro ejemplo.
—Recibe una llamada de un amigo que se interesa mucho por su vida y su salud… ¡Y acaba vendiéndole un seguro de vida!
—Es un amigo socialmente patoso.
—Y lo social es nuestra primera obligación cerebral, porque de nuestras relaciones depende nuestra supervivencia: los seres humanos que han sobrevivido no han sido los más fuertes sino los más cooperativos, y eso se nota en nuestro cerebro: ¿en qué piensa usted cuando no está pensando en nada?
—No sé si es publicable…
—En lo más importante para su supervivencia: ¡sus relaciones personales! Nuestro cerebro en reposo revisa una y otra vez escenas de nuestra red de conexiones sociales, igual que si estuviéramos viendo una película.
—¿Y si has metido la pata?
—Esa revisión mental nos ayuda a corregir errores y nos da mecanismos mentales para defendernos de la vergüenza. “El sufrimiento —dijo Marco Aurelio— no lo produce lo que creemos que es su causa, sino el modo en que juzgamos esa causa”.
—¿Si metes la pata no es mejor olvidarlo?
—El modo de olvidarlo es elaborarlo: cada vez que evocamos un recuerdo, lo modificamos bioquímicamente en nuestro cerebro, de forma que lo reeditamos.

—¿Reeditamos la historia cada vez?
—Es como si volviéramos a montar la película de ese error una y otra vez. Cuando la mente vuelve a visionarlo, ya no retomamos la primera sino nuestra última versión de esa película, y cada nueva versión es menos dolorosa que la anterior. Así nos sobreponemos.
—La memoria nos miente piadosamente.
—Es adaptación mental. El hombre no razona el mundo, lo racionaliza.
—¿Cómo detecto que me mienten?
—La sinceridad es la respuesta por defecto de nuestro cerebro. Si no hacemos el esfuerzo de mentir, lo natural es decir la verdad. Y es precisamente ese esfuerzo por lograr mentir el que delata al embustero…
—¿Y al político en campaña?
—¿Hablamos de líderes o de políticos?
—Deberían ser lo mismo.
—El líder tiene carisma, que es la capacidad de despertar en los demás las emociones que uno mismo experimenta, y el político, además, debe saber encubrir las propias emociones, y ésa es una habilidad clave para la presentación de uno mismo.
—¿Y el político líder?
—Además de carisma tiene exactitud empática: detecta, sintoniza y modula las emociones ajenas hasta convertirlas en propias. Esa exactitud hace posible la convivencia en pareja con el efecto Miguel Ángel.
—Suena muy romántico.
—La empatía en pareja hace que cada uno vaya modelando al otro en los mismos gustos, ambiciones y personalidad. Una pareja enamorada hace los mismos gestos y eso a la larga determina que, al provocarse las mismas arrugas de gesto, lleguen a compartir también cierta similitud incluso física.
—Supongo que se logra con los años.
—A los 60 años, la relación en la pareja, el rapport empático, es mucho mejor que a los 40. Verá mejores parejas en los mayores.
—¿El mérito es de él o de ella?
—La mujer tiene más inteligencia social y concede más importancia a los vínculos más próximos, mientras que el hombre disfruta con la sensación de crecimiento, liderazgo e independencia y poder.
—Al rico y poderoso no le faltan amigos.
—Por eso existe un lado oscuro del liderazgo: los narcisistas y los maquiavélicos.
—¿Qué líder no es narcisista?
—El narcisista es el niño mimado que fue centro del universo y considera sus necesidades más importantes que las de los demás. Esa confianza en sí mismo, cierto, le da una ventaja de salida en las carreras políticas y de poder.
—¿Cómo detectar al narciso?
—No quiere ser amado sino admirado y no soporta la crítica, porque en el fondo tiene una autoestima muy baja. Se rodea de aduladores —su parásito favorito— y desdeña cualquier información que no se ajuste a su visión previa del universo, en la que ocupa el centro. El narciso no sabe escuchar, sólo predicar y adoctrinar.
—¿El maquiavélico es más listo?
—Es social y emocionalmente tonto de un modo muy inteligente. “Mi fin —se repite— justifica los medios”. Como el narciso, el maquiavélico sólo sabe utilizar a los demás y, aunque simule empatía para lograr lo que pretende, en realidad se “desconecta” de los sentimientos ajenos si no sirven a su fin.
— ¡Qué vida más aburrida!
—Las emociones le desconciertan y compensa esa aridez emocional con sexo, dinero o poder y por eso siempre necesita más y más, lo que le obliga a ser más maquiavélico aún.
Leer los ojos
Le pido a Goleman que me ayude a mejorar mi inteligencia emocional y social. “Aprenda —me anima— a leer ojos”. Me sugiere que coja fotos de rostros humanos y tape toda la cara menos los ojos y trate de averiguar sólo por las miradas cuál era el estado emocional de la persona. Existen cursos de esa utilísima —los ojos no saben mentir— lectura ocular que preconizó el test Baron-Cohen. Leo los ojos de Goleman en el taxi camino del Fòrum HSM, donde presenta ´Inteligencia social´ (Kairós) y detecto impaciencia. Tal vez por librarse de mí. Le pregunto sin maldad cuánto cobra por su charla. La impaciencia de sus ojos está a punto de tornarse irritación, pero se domina y me dice más tranquilo: “El dinero no me importa tanto como hacer algo que valga la pena”.

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